El surgimiento del descontento en la política
El discurso de Trump y sus colaboradores presenta divergencias sustanciales en cuanto a temas como la migración, las guerras, los impuestos y China, entre otros.
En la práctica, sin embargo, existen limitaciones significativas a la hora de implementar cambios concretos.
El enfoque central de este análisis se dirige hacia los posibles efectos de estas deficiencias en la popularidad de Trump. ¿Sus seguidores se sentirán defraudados? No lo harán. Para comprender esta dinámica es necesario primero abordar la razón por la cual figuras populistas como Trump logran captar el respaldo de una parte considerable de la población.
Los seguidores de Trump muestran un interés marginal en sus promesas. Estos líderes políticos adquieren popularidad por ser portavoces de las frustraciones que gran parte de la población experimenta ante aquello que consideran responsable de su situación. Dado que esta mayoría no cuenta con una plataforma mediática para expresar su malestar, recurren al discurso agresivo de Trump contra las élites políticas, las instituciones, los medios de comunicación y los negocios (el establishment). Estos políticos generan simpatía no porque se esperen cambios significativos en aspectos esenciales del desarrollo o de la vida de sus seguidores, sino porque su principal función es la de criticar al establishment.
A pesar del ruido mediático, el espectáculo y las promesas grandilocuentes, estos políticos no tienen intenciones reales de transformar el status quo: su objetivo primordial es ganar popularidad. Lo crucial radica en decir lo que la gente desea escuchar, sin importar si es una mentira, si es inviable desde el punto de vista financiero, si entra en conflicto con la Constitución o con los tratados internacionales. Lo que buena parte de la población anhela escuchar son expresiones vulgares y ofensivas dirigidas hacia el establishment, no reflexiones sobre la situación actual, las causas y las posibles políticas de mejora. Para este amplio segmento de votantes, la política basada en análisis rigurosos, programas coherentes, partidos políticos estructurados y propuestas fundamentadas resulta aburrida, irrelevante e innecesaria.
El político populista no emplea la mentira y la grosería como herramientas para respaldar un programa; más bien, la grosería constituye el programa en sí mismo. La insolencia y la vulgaridad, prácticas ya de por sí censurables, dejan de ser medios para convertirse en elementos intrínsecos a la política cuando el objetivo es la búsqueda de popularidad. El político populista no puede prescindir de su lenguaje soez y su beligerancia, ya que eso lo convertiría en un mero portavoz del enojo, un elemento esencial para atraer a gran parte de sus seguidores (no a todos, por supuesto).
Estos políticos forman parte del establishment económico y social de sus países. Residen en complejos hoteleros de lujo o en mansiones valoradas en millones de dólares y gobiernan en beneficio de las élites: mediante la reducción de impuestos, adjudicación de contratos a dedo, privatizaciones o flexibilización de las regulaciones ambientales. Sin embargo, esta contradicción tampoco genera controversia entre sus seguidores; lo que importa es que continúen criticando al establishment.
En ese sentido, surge la interrogante acerca del origen de un malestar tan generalizado que respalda a políticos que en realidad no contribuyen al progreso de sus países. Considero que esto se explica, en primer lugar, por el incumplimiento de la promesa del neoliberalismo. Este modelo fue promocionado con gran énfasis y constancia. En América Latina contó con el respaldo de sectores interesados en las privatizaciones y la liberalización del mercado, de los medios de comunicación más influyentes y de los líderes de la política tradicional. Se difundió ampliamente la idea de que la apertura comercial, las privatizaciones, la liberalización de precios y la inversión extranjera resolverían los problemas económicos de todo el mundo. Aquellos que cuestionaban esta visión eran tildados de comunistas, seguidores de Hugo Chávez y obstáculos para el progreso de sus países. La fuerza y la propaganda en torno a este supuesto milagro generaron expectativas inalcanzables. Sin embargo, el milagro nunca se materializó. Una parte de la población vio frustradas sus esperanzas y ahora está enojada.
En Estados Unidos, la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética fue presentada como el comienzo de una nueva era, el fin de la historia. Se afirmaba que el dilema entre libertad y desigualdad se había resuelto a favor de un sistema que conciliaría ambos objetivos. Sin embargo, esta promesa tampoco se cumplió: la desigualdad aumentó, la población en situación de pobreza creció un 50% y importantes sectores industriales fueron afectados por las políticas de libre comercio. Estas circunstancias allanaron el camino para que las expresiones cínicas del enojo consiguiente lograran sus ambiciones de poder.
La segunda explicación del descontento y la indignación deriva de la era de la información. A diferencia de épocas anteriores, las herramientas informativas disponibles en la actualidad permiten conocer el estilo de vida de las clases más adineradas. A pesar del crecimiento de las brechas económicas, hoy existe mayor proximidad y acceso a la información sobre cómo viven los más privilegiados. Se sabe no solo cómo disfrutan de sus riquezas, sino también cómo estas perduran a pesar de posibles actividades cuestionables. En Estados Unidos, es de dominio público que muchos magnates financieros, responsables de la crisis del 2008 por su codicia, continuaron percibiendo remuneraciones anuales superiores a los $100 millones, mientras que las entidades financieras, lejos de quebrar, fueron rescatadas mediante la intervención estatal.
Las promesas falsas y exageradas del modelo neoliberal, junto con la accesibilidad generalizada a información sobre la vida de los más acaudalados, explicarían el enojo predominante en la sociedad. Sin embargo, sea válido o no este descontento como guía para tomar decisiones, resulta ser un consejero poco confiable. Atender sus reclamos revela la existencia de una franja significativa de la población que no ha sido educada para comprender las responsabilidades que conlleva vivir en un régimen democrático.
Por un lado, la victoria electoral o los favorables sondeos de opinión no santifican las mentiras ni legitiman los actos de corrupción. Trump y los populistas deberían moderar su júbilo, considerando las ocasiones en las que, según su propio criterio, las mayorías han errado. Por ejemplo, si Trump critica los errores del establishment político de Estados Unidos (el fango, the swamp), debería aceptar que una victoria electoral no supone una validación automática de sus propuestas, dado que ese mismo establishment fue elegido por mayorías. ¿Acaso Trump y su grupo consideran que las mayorías respaldan sus ideas y propuestas únicamente cuando les favorecen, pero no cuando apoyan a otros partidos que también han triunfado electoralmente y cuentan con buenos niveles de aprobación?
En conclusión, los políticos populistas deben ser cautos al concluir que la verdad se encuentra de su parte solo porque cuentan con el apoyo mayoritario. Y los ciudadanos deberían comprender que la solución a sus problemas no radica en elegir líderes que les ayuden a expresar su furia, sino en seleccionar políticos serios, estudiosos y comprometidos con la verdad.